miércoles, 26 de marzo de 2014

El trago de cristales.

Quema por dentro. Es un dolor que desgarra. Quiere salir, pero yo no quiero que salga. Hace mucho, el dolor decía que era bueno que lo dejara salir, que así se iría, que debía dejarlo ir. Pero no se iba. Cuanto más lo sacaba, más fuerte se hacía. Un día me abrí el pecho, y descubrí por qué: estaba hecho pedazos, miles de diminutos cristales machacados que corrían por el interior, desgarrándolo todo a su paso. Y me lo arranqué, me vacié el pecho. Dolió mucho, me herí las manos, mis dedos chorreaban sangre hasta los antebrazos, pero lo vacié. Ahora, mi pecho está vacío, y ya apenas duele. Ya apenas siento nada. Y así es como está mejor.



Tuve que elegir entre dolor y vacío, y elegí el vacío. Dulce insensibilidad, indiferencia tranquila, sustituyen al dolor, a la angustia, al terror. Pero el dolor es astuto, sabe encontrar un camino. Cada vez menos, pero siempre lo hace. Siento los cristales, diminutos y afilados, desgarrando mi pecho, suben por mi garganta y mis ojos arden, otra vez quiere salir. Pero no se lo permito, nunca volveré a dejar que salga. Entonces me trago los cristales. Cuando suben por mi garganta, los retengo, aspiro fuerte y trago. Los hago retroceder. Bajan por mi garganta, y puedo sentir cada fragmento de cristal abriéndome por dentro, rompiéndome con lentitud, el sabor salado de mi propia sangre casi me ahoga... pero no salen de mí. Mis ojos están secos. Yo ha decidido secarlos para siempre, y yo estoy conforme.

Los cristales llegan a mi estómago, y allí se pudrirán, se quemarán en ácido y se agusanarán. Allí no brillan. Allí demuestran lo que verdaderamente son.

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